¡Qué riqueza! ¡Oh, si Israel la hubiera usado, si hubiese experimentado su poder! Pero no lo hizo. Se desvió muy pronto. Cambió la claridad del rostro de Dios por las tinieblas del Sinaí. Abandonó el terreno de la gracia y se colocó voluntariamente bajo la Ley. En vez de estar satisfecho con lo que se le había dado en el Dios de sus padres, deseó otras cosas. En vez del orden, la pureza y la separación para Dios, condiciones que encontramos al principio de este libro, tenemos el desorden, la contaminación y la idolatría.
Pero, bendito sea Dios, se aproxima el día en el cual la magnífica bendición del capítulo 6 de Números tendrá su plena aplicación, cuando las 12 tribus de Israel sean alineadas alrededor de la inmortal bandera: “Jehová-sama” (“Jehová está allí”, Ez. 48:35), cuando sean purificadas de todas sus manchas y consagradas a Dios con el poder de un verdadero nazareo. Estas cosas están presentadas de la manera más perfecta y clara en los profetas.
Todos estos inspirados testimonios, sin que exista una sola discrepancia, anuncian el glorioso porvenir que le está reservado a Israel; todos señalan el tiempo en el que las densas nubes acumuladas y suspendidas en el horizonte de las naciones serán echadas lejos ante los brillantes rayos del “Sol de justicia” (Mal. 4:2); el tiempo en que Israel disfrutará de una mañana sin nubes, de bendición y de gloria, bajo las viñas e higueras de la tierra que Dios dio en posesión eterna a Abraham, a Isaac y a Jacob. Si negamos ese glorioso porvenir, podríamos muy bien cortar una parte considerable del Antiguo Testamento, e incluso del Nuevo, ya que tanto en el uno como en el otro el Espíritu Santo da un claro e inequívoco testimonio de este precioso hecho: la gracia, la salvación y la bendición para la simiente de Jacob.