A cada creyente se le conceden tres preciosos dones: la vida, la luz y la libertad. En comparación con ellas, todas las riquezas y los placeres terrenales son como el menudo polvo en la balanza. Sin embargo, muchos que deberían disfrutar de estos inmensos privilegios ni siquiera saben que los poseen. En cambio, están en sombra de muerte, oscuridad y esclavitud.
Todo aquel que cree en Cristo posee vida eterna. Si debo sentir algo en mí mismo para ser salvado, entonces no puedo tener una seguridad firme. Necesito algo independiente de mí mismo. Solo la verdad eterna de Dios constituye la base real de la paz, la cual no puede ser perturbada ni por todo el poder de los hombres ni por los demonios. Todo aquel que escucha la palabra de Jesús y cree en Aquel a quien Dios ha enviado, posee felizmente la “vida eterna”. ¿De qué serviría si recibo una gran fortuna, pero nunca me llego a enterar de que la poseo? El creyente debe saber lo que posee. Esta vida está en Cristo.
Así como tenemos vida, también tenemos luz en Cristo. Dios no nos da la vida para dejarnos en oscuridad. La esfera apropiada para la vida que poseemos es la luz en la que tenemos el privilegio de caminar. Las tinieblas han pasado, las sombras se han ido, las nubes se han alejado. La penumbra ha dado paso a la plena luz de la vida que fluye en nuestras almas y en nuestro camino, permitiéndonos juzgarnos a nosotros mismos y a lo que nos rodea según la verdadera luz.
Finalmente, si tenemos vida y luz, también obtenemos libertad en Cristo. Él vivifica, ilumina y liberta. Nos libera de la culpa y la condenación, del temor al juicio venidero, del miedo a la muerte y del poder presente del pecado y sus consecuencias futuras. ¡Alabado sea su nombre!