Nuestro Salvador, el Señor Jesús, había llegado a Getsemaní a última hora de la tarde en compañía de sus discípulos. Después de pedirles que velaran con él, se alejó de ellos y se arrodilló para orar. Dentro de unas pocas horas, iba a pasar por el sufrimiento más terrible que él, el Santo de Dios, podía conocer.
No rehuyó al dolor de la crucifixión, aquella cruel forma de ejecución que los romanos utilizaban para hacer sufrir a los peores criminales. Ya que era verdaderamente Hombre, él iba a sentir el dolor en toda su plenitud. Sin embargo, la agonía en Getsemaní, que hizo que su sudor fuera como grandes gotas de sangre, no se debía a lo que sufriría de mano de los hombres malvados. No, lo que tenía por delante era mucho peor que eso: Jesús iba a ser desamparado por Dios.
Durante las tres horas de terrible oscuridad, aquel “que no conoció pecado”, Dios “lo hizo pecado” por nosotros (2 Co. 5:21). Dios es muy limpio de ojos para ver el mal, y no puede contemplar el agravio (Hab. 1:13). Dios haría caer todo el peso de nuestros pecados sobre Jesús, y lo iba a tratar con todo el odio que tiene contra el pecado. De hecho, lo iba a tratar como el mismo pecado. ¡Dios lo iba a desamparar! Esto es lo que Jesús tuvo que enfrentar. Caminó durante toda su vida terrenal en plena y perfecta comunión con Dios. ¡Y esto se iba a romper! Si en Getsemaní hubiera enfrentado esto con calma, entonces no habría sido el Santo de Dios.
El Salmo 69:20 nos dice proféticamente: “Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé”. Mientras tanto, sus discípulos se habían quedado dormidos a causa de la tristeza. Un ángel vino del cielo para fortalecerlo. Sin embargo, ningún ángel podía sentir lo que él sentía, por lo que no podía consolarlo. Oró con más fervor, y se sometió plenamente a la voluntad de Dios.