Crecí en Francia en una familia musulmana marcada por la violencia. Hallé consuelo observando la naturaleza, las hormigas, las mariposas. Vi una especie de principio de vida en ella, y creí en Dios. Él había creado todo, y yo quería conocerlo…
Cuando tenía 22 años, caminando sola por la playa, oré: «A ti, a quien no veo pero percibo a través de la naturaleza y la creación, me dirijo a ti. ¿Dónde estás? ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo encontrarte? Creador mío, si he hecho algo malo, dímelo». De repente me vi obligada a mirar al suelo, y en la arena vi un pequeño libro rojo. ¿Era la respuesta a mi oración? Se trataba del evangelio de Juan. Lo abrí, y las primeras palabras que hallé fueron las de Jesús: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Todo mi ser clamó: «¡Es él, tu Creador!». Esa noche me puse de rodillas y pedí a Jesús que me hiciera nacer de nuevo, como le había dicho a Nicodemo (Juan 3). Un gozo desconocido me inundó… ¡Por fin estaba en paz! ¡Acababa de conocer a mi Creador!
Las familias musulmanas son muy sensibles al honor. Volverse cristiano a menudo es visto como una traición. Oré mucho, pero no podía ocultarlo más. Se lo conté a mi madre, y ella me dijo que me rechazaba como hija. Le afirmé que ella seguiría siendo mi madre, fuera cual fuera su decisión. Al final guardamos el contacto, ¡doy gracias a Dios por ello!
Jonás 1-2 – Marcos 4:1-20 – Salmo 49:16-20 – Proverbios 14:19-20