El apóstol Pablo recordaba que había perseguido a los cristianos, cosa que los otros apóstoles no habían hecho. Dios no lo había descalificado por ello; al contrario, después de su conversión había hecho de él su portavoz ante los no judíos. Pablo veía la realidad de frente. Sabía que no podía borrar su pasado como perseguidor, pero aceptó perfectamente lo que Dios estaba haciendo con él. Lo que era ahora, era el resultado de la gracia de Dios: “Soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios… y su gracia no ha sido en vano para conmigo” (1 Corintios 15:9-10).
Es importante que el cristiano se acepte, tal como Dios lo ha hecho en su gracia. Esto implica aceptar su aspecto físico, a los padres que tiene, su familia, la de su cónyuge, la educación que ha recibido… Aceptar su pasado, incluidas las experiencias tristes de las que aún se avergüenza.
Solo recordar la gracia de Dios puede mantenernos en el lugar que nos corresponde ante él, e impedir que:
– nos menospreciemos ante nuestros propios ojos. ¿Acaso no soy un hijo de Dios, amado por él tal como me hizo y moldea cada día según mis necesidades?
– nos enorgullezcamos por lo que tenemos. No merezco nada, y lo que tengo lo tengo por la bondad de Dios, que no me debe nada, sino que me concede la gracia de ser lo que soy, y de poder hacer algo para él.
Ezequiel 47 – Marcos 1:21-45 – Salmo 48:9-14 – Proverbios 14:13-14