Jesús de Nazaret “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Alimentó a las multitudes, sanó enfermos, e incluso resucitó muertos. Su voz calmó la tormenta, sus palabras dieron esperanza a muchos. Evidentemente, Jesús era más que un profeta, mucho más que un hombre.
Sin embargo, aquel viernes por la noche, tras el drama de la crucifixión, Jesús fue envuelto en un sudario y depositado en una tumba excavada en la roca. Las mujeres que lo habían seguido vieron dónde lo ponían. Sus discípulos se lamentaron y lloraron (Marcos 16:10). ¡Todos estaban angustiados por el trágico final de su Maestro! Habían puesto toda su esperanza en él, habían comprendido que él era el Mesías prometido. Pero su nación lo odiaba y, en acuerdo con el invasor romano, lo crucificaron como a un malhechor. Dios parecía callar…
Sin embargo, pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana, el domingo, sucedieron cosas extraordinarias: la tierra tembló, un ángel descendió y rodó la piedra que cerraba el sepulcro. ¡La tumba estaba vacía! Dios, que parecía tan lejano, mostró “la supereminente grandeza de su poder” (Efesios 1:19) resucitando a su Hijo. El día más sombrío dio lugar al día más hermoso. Los discípulos se alegraron viendo al Señor resucitado (Juan 20:20). Podrían haber cantado como el autor del salmo: “Has cambiado mi lamento en baile” (Salmo 30:11). ¡El Señor vive, el luto se cambió en un gran gozo!
¡Alabemos a Dios a la luz de esta maravillosa mañana!
Ezequiel 42 – 1 Pedro 5 – Salmo 46:1-3 – Proverbios 14:3-4