En una casa de un pueblo se produjo un incendio. Los vecinos llegaron corriendo. De repente se escuchó un grito desesperado… ¡Un niño pequeño había quedado prisionero por las llamas! La madre, que había ido de compras, llegó desesperada e intentó entrar a la casa en llamas, pero un hombre la detuvo y se enfrentó a las llamas en su lugar. Logró subir al primer piso, se quitó su chaqueta, envolvió al pequeño y bajó por en medio de las llamas. ¡El niño estaba a salvo! Pero el hombre, gravemente quemado, soportaría largos e intensos sufrimientos. Cuando se curó, su rostro era irreconocible.
El niño salvado de las llamas creció; poco a poco este acontecimiento se fue olvidando en el pueblo… Los niños tenían miedo del hombre del rostro desfigurado. Cuando lo veían, salían corriendo, y a veces se burlaban de él. El niño salvado formaba parte de ellos…
Pero sus padres no habían olvidado la tragedia. Un día, cuando el niño estaba en edad de comprender, le contaron lo que había marcado para siempre el rostro de ese valiente y bondadoso hombre.
El niño se echó a llorar. ¿Cómo había podido burlarse del hombre que había arriesgado su vida para salvarlo? Lleno de vergüenza y remordimientos, corrió a su encuentro y se echó en sus brazos. ¡Ahora lo amaría!
Esta historia nos recuerda los sufrimientos de Jesús, a quien debemos la vida eterna. Él es digno de nuestro agradecimiento, amor y obediencia. Desea que nos acordemos de él. ¿Queremos hacerlo? (1 Corintios 11:23-24).
Isaías 33 – 2 Pedro 2 – Salmo 46:8-11 – Proverbios 14:7-8