Jesucristo me buscó y me salvó. Desde ese momento le pertenezco y estoy en su escuela. Él me dijo: “Aprended de mí” (Mateo 11:29), y lo necesito. “¿Qué enseñador semejante a él?” (Job 36:22). “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25).
Día tras día, leyendo su Palabra, descubro lo que soy y mi ignorancia, pero sobre todo aprendo a conocerlo a él, su dulzura, su paciencia. Si a veces puedo decir: “sé…”, entonces oigo su voz: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Juan 13:17). Él sabe ponerme a prueba.
Por ejemplo, es posible que hoy deba superar un examen de paciencia. Poco importa el problema que se me presente o el medio que el Señor emplee. Quizá sea un contacto con una persona que tiene un carácter difícil, un niño inquieto o una serie de pequeñas contrariedades. Si no estoy lo suficientemente preparado mediante la oración y la simple confianza en Dios, ni siquiera me daré cuenta de que se trata de un examen. Solo veré las circunstancias adversas y no la mano divina y sabia que desea hacerme experimentar sus liberaciones.
Dios es fiel, él es quien mide la dificultad de la prueba y da la fuerza para sobrellevarla. Él sabe cuándo se aprendió la lección (1 Corintios 10:13).
Una razón por la cual el cristiano es dejado en la tierra es porque está en la escuela de Dios. Fue el motivo por el cual Israel -pueblo terrenal de Dios- tuvo que errar cuarenta años antes de entrar en un país que estaba tan solo a once días de camino. El significado de este camino errante es: aprender a conocerse a sí mismo y a conocer a Dios. Esta doble lección dura toda la vida.
Jeremías 49:1-22 – 2 Corintios 6 – Salmo 106:6-12 – Proverbios 23:17-18