Jesús, el Hijo de Dios, está parado junto a la tumba de Lázaro, y lo vemos llorar. Visitaba a menudo esta acogedora casa de Betania, donde se respiraba una atmósfera de amor. En medio de toda la agitación, el Extranjero celestial podía llegar allí y hallar almas unidas a él, junto con una gran calma. Pero las cosas han cambiado porque ha entrado otro visitante: la muerte, ese intruso inoportuno, acababa de traer consigo la tristeza y el dolor. Jesús llegó justo en medio de estas tristes circunstancias.
Leemos en Isaías 63:9: “En toda angustia de ellos él fue angustiado”. La escena junto a la tumba muestra claramente el cumplimiento de esta profecía. Jesús compartió el dolor de Marta y María, y sintió su pena como nadie más podría hacerlo. No solo mostró una simpatía incomparable, sino que fue capaz de aportar esperanza a esta escena de tristeza y muerte. De hecho, este era el propósito de su venida. Todos los enemigos deben huir de su presencia. Sí, vencerá a todos los enemigos, incluida la muerte, y triunfará sobre ellos (cf. 1 Co. 15:26).
Cristo vino a quitar de en medio el pecado por el sacrificio de sí mismo. Vino a derrotar con su muerte al diablo, quien tenía el poder de la muerte. Además, vino a traer vida e incorruptibilidad a este mundo en el que reinaban el pecado y la muerte. Nuestro precioso Salvador no solo lloró con los que lloraban y se vio afectado por los sentimientos de dolor y simpatía, también llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, así como todo el peso del pecado y el juicio de Dios contra este. Cristo venció, y su victoria es nuestra. “Sorbida es la muerte en victoria… ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?… gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:54-57).