La verdadera libertad cristiana no es una licencia para hacer lo que se me antoje. Hemos visto que está ligada al deseo de vivir para Cristo y para los demás. ¡La hallo y la poseo cuando estoy ocupado con Cristo!
En el versículo de hoy, Santiago habla de “la ley de la libertad”. Al utilizar la palabra ley busca indicar que se trata de “la fuerza que controla” o “el principio de acción”. La ley (dada por Moisés) exigía a los judíos que amaran al prójimo, pero no les daba la fuerza, y los condenaba si no lo hacían. Pero bajo la gracia se nos da la fuerza para amar al prójimo. Los verbos “hablad” y “haced” se refieren a nuestras palabras y acciones, a lo que decimos y a cómo caminamos: ¡ambas cosas deben ir a la par! Cuando no es así, estamos infringiendo la ley de la libertad y se dará cuenta de esta falta en el tribunal de Cristo (1 Co. 3:14-15; 2 Co. 5:9, 10). En Romanos 14:10-13, Pablo establece un paralelismo entre el tribunal de Cristo y la ley de la libertad, ¡con ello busca motivarnos y recordarnos que la ley de la libertad debe regir nuestras vidas!
Pero, ¿qué impide que esta libertad se vea en nuestras propias vidas y en nuestras asambleas locales? Santiago asocia la ley de la libertad con la Palabra de Dios (Stg. 1:21-27). Para poner en práctica la Palabra, debemos atesorarla en nuestro corazón para que nos sirva de guía en todos los aspectos o detalles de nuestra vida. Debe ser nuestra estándar; es un instrumento eficaz para evitar que nos dejemos influir por el mundo que nos rodea. Al descuidar la Palabra de Dios, permitimos que el mundo dicte nuestros pensamientos y nuestra conducta. ¡Seremos verdaderamente libres si miramos a la perfecta ley de la libertad y perseveramos en ella, no siendo “oidores olvidadizos” sino “hacedores” de la palabra!