Un creyente, a través de palabras inapropiadas, puede provocar incendios que causen estragos. Pero también puede, con palabras sabias, extinguir o prevenir tales incendios; no con agua, sino con la sabiduría de Dios, que es poderosa.
Los capítulos 7 y 8 del libro de los Jueces narran la victoria de Gedeón sobre Madián, el pueblo enemigo vecino. Una noche Gedeón y sus 300 hombres, sabiamente instruidos por el Señor, tomaron tranquilamente posición alrededor del campamento madianita. A la orden de Gedeón, con sus antorchas encendidas, tocaron la trompeta y gritaron: “¡Por la espada del Señor y de Gedeón!” (Jueces 7:20). El desastre en el campo enemigo fue inmediato. Varias tribus de Israel se unieron a la lucha. ¡Y Dios dio la victoria!
Pero luego los hombres de una tribu que no fue llamada a la batalla se quejaron ante Gedeón. Y él, con dulzura y sin pretensiones, les respondió, incluso resaltando sus cualidades. “Entonces el enojo de ellos contra él se aplacó, luego que él habló esta palabra” (Jueces 8:3). Más tarde Salomón escribió: “La blanda respuesta quita la ira” (Proverbios 15:1).
¿Qué debe caracterizar, pues, a un creyente? La mansedumbre, buscar lo que es bueno, lo justo, lo que contribuye a la paz. Todos carecemos de esta sabiduría, pero Dios nos anima a pedírsela: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada” (Santiago 1:5).
Habacuc 1 – Filipenses 4 – Salmo 108:1-6 – Proverbios 24:10