En un gesto de humildad, el Señor lavó los pies de sus discípulos y les explicó que esto era necesario para que permanecieran en comunión con él.
Los pies evocan nuestro caminar, nuestro comportamiento diario. Incluso sin cometer un pecado particular, bajo la influencia del mundo, debido a lo que vemos y escuchamos, nuestra comunión con el Señor se altera. Para restablecerla debemos ser lavados de la impureza moral que la interrumpió. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3), pero ella no es posible si permanecemos en contacto con el mal, y sin ella no podremos servir al Señor de forma útil.
Al principio Pedro no quería que el Señor le lavase los pies, pero cuando comprendió la importancia de ello, exclamó: “Señor, no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús entonces le dijo: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies” (Juan 13:9-10). No se trata de ser lavado físicamente, sino en sentido espiritual. El creyente fue lavado totalmente cuando recibió a Cristo como su Señor, y esto no se repite (1 Corintios 6:11). Pero sí necesita ser “purificado” de tanta suciedad en su vida cotidiana.
El Señor continúa ocupándose de los creyentes en este sentido. La lectura de la Biblia, la Palabra de Dios simbolizada por el agua, nos purifica “de toda contaminación de carne y de espíritu” (2 Corintios 7:1). Su mensaje también hace que mi conciencia sea más sensible para evitar la suciedad.
Levítico 14:1-32 – Romanos 10 – Salmo 67 – Proverbios 16:21-22