Este versículo es profético del celo de nuestro Señor Jesús (Jn. 2:17). El celo es un principio, mientras que el entusiasmo es solo un sentimiento. Nuestro Señor no expresaba su celo por medio de explosiones transitorias de ardor, las cuales se enfriaban con el tiempo o las dificultades. Incluso después de su resurrección, cuando podríamos pensar que su obra había acabado, su celo solo buscaba nuevas obras de amor.
¿Conocen algo de este celo de amor que “las muchas aguas no podrán apagar” (Cnt. 8:7)? Procure que su celo, como el de su Señor, sea firme, sobrio, consistente y sin desviaciones. Cuántos de nosotros somos como “los hijos de Efraín, arqueros armados, [que] volvieron las espaldas en el día de la batalla” (Sal. 78:9), y que somos celosos cuando el celo no exige ningún sacrificio. ¡Cuántos corren bien durante un tiempo! (Gá. 5:7), pero poco a poco se enfrían por diversos obstáculos.
Es importante que siempre mostremos celo en lo bueno (véase Gá. 4:18). Hay mucho celo que no es correcto, como el celo por una asociación religiosa, el celo por los credos y los dogmas, el celo por lo que no es esencial, y el celo por tener una “apariencia de piedad”; “a estos evita” (2 Ti. 3:5). El Señor no aprobó tales falsificaciones. Su celo siempre tuvo dos objetos ante sí: la gloria de Dios y el bien del hombre. Que así sea con ustedes queridos lectores.
Tengan celo por los demás, y digan: “¡Bendito sea Jesús! Soy tuyo, solo tuyo. ¡Tuyo por completo! ¡Tuyo para siempre! Estoy dispuesto a seguirte y, si es necesario, a sufrir por ti. Tómame y úsame para tu gloria”.
Recordemos diariamente las palabras del apóstol Pablo (Hch. 22:10): “¿Qué haré, Señor?”. Y armémonos con el mismo pensamiento que Cristo (1 P. 4:1).