«Reconozco mis errores y mis puntos débiles, todo el mundo tiene los suyos, dirá alguien, pero trato de hacer bien las cosas. Vivo honestamente, hago el bien que está a mi alcance, evito hacer mal a los que me rodean y, si he pecado, pido perdón al buen Dios. Así puedo esperar que me reciba en su paraíso».
En otras palabras, uno piensa que puede ir al cielo por sus propias obras, por medio de un comportamiento justo, o tal vez loable. Pero así no se puede alcanzar la justicia de Dios, pues por las obras de la ley ningún ser humano será justificado ante Dios (Romanos 3:20). No solo uno nunca sabrá si lo ha logrado, sino que debe perder toda esperanza de justificarse ante Dios por sus propios medios. Esta esperanza descansa sobre un terreno movedizo, sobre la arena de las impresiones y las opiniones.
Necesitamos más que una vaga esperanza en la misericordia de Dios; necesitamos más que la moralidad y la honestidad más estrictas; más que el barniz de la religión, para tener la firme esperanza de ir al cielo.
¿Qué se necesita entonces? En primer lugar, escuchar lo que la Biblia dice, lo que Dios dice, y obedecerle. Así hallamos el sólido fundamento de una esperanza que no engaña, que conduce a una realidad viva, cuya posesión está asegurada desde ahora.
Escuche las declaraciones de la Palabra de Dios, entre otras, la citada en el encabezamiento de esta hoja, y tendrá la paz interior, la paz de Dios, que Jesús da para siempre al que cree en él.
Hageo 2 – Apocalipsis 11 – Salmo 144:1-8 – Proverbios 30:7-9