Los cuatro evangelios relatan la crucifixión de Jesús. Mateo y Marcos dicen: “Cuando le hubieron crucificado, repartieron entre sí sus vestidos” (Mateo 27:35; Marcos 15:24). Lucas y Juan escriben: “Le crucificaron” (Lucas 23:33; Juan 19:18). La sobriedad de estos relatos, dictados por el Espíritu de Dios, atestigua su origen divino. No hay detalles de cómo los soldados perforaron las manos y los pies de los crucificados, ni cómo los pusieron en la cruz.
Los evangelios narran lo que Dios quiere que sepamos, especialmente las palabras de alcance infinito que Jesús pronunció en la cruz. Dios se dirige a la conciencia y al corazón de cada persona. Ante la cruz, no espera que nos compadezcamos, sino que nos arrepintamos y creamos. Jesús invitó a las multitudes a no llorar por él, sino por ellas mismas (Lucas 23:27-29). La cruz fue la prueba definitiva para el hombre. Allí este demostró su estado desesperado, en presencia del amor perfecto de Dios manifestado en Jesús. La constatación es definitiva, ¡pero la cruz es nuestra salvación! Leamos estos relatos con atención y reverencia, y recordemos que fue el pecado, mis pecados y los suyos, los que llevaron a Jesús a la cruz. Allí se entregó a sí mismo por amor a los pecadores.
El Salmo 22, y muchos otros libros de la Biblia, nos hablan del sufrimiento de Jesús en la cruz: “He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas… Horadaron mis manos y mis pies” (v. 14-16).
Eclesiastés 4-5 – Apocalipsis 1 – Salmo 139:1-6 – Proverbios 29:11-12