Cuando un bebé nace, los padres se maravillan viendo sus primeras sonrisas, sus gestos y cada nuevo progreso… Igualmente los abuelos, encantados, miran al bebé con ternura. Contemplan su mirada, sus balbuceos, cómo se abre a la vida y desea explorar el mundo que le rodea.
Ninguno de nosotros escogió nacer. La vida nos fue dada. Mi vida viene de mis padres, y la vida de mis padres viene de mis abuelos, y así sucesivamente… ¡Pero, sobre todo, mi vida viene de Dios!
¡Maravilloso pensamiento! Salí de la voluntad y del amor de Dios. Mi vida en la tierra no es una coincidencia. Nací como llevado por un río de vida que fluye desde su fuente: Dios mismo, que da la vida. “Yo que hago dar a luz, ¿no haré nacer? dijo el Señor. Yo que hago engendrar, ¿impediré el nacimiento? dice tu Dios” (Isaías 66:9).
Pero cuando la Biblia dice que en el Verbo, o la Palabra, estaba la vida, evoca mucho más que la vida física, pues se refiere a la vida espiritual; vivir no es solo existir, sino tener una verdadera relación de confianza con Dios. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). La relación con Dios, mi Padre, me hace comprender el verdadero sentido de mi vida, pues me instruye, me ilumina sobre mi entorno, sobre el bien y el mal, sobre el gozo y el sufrimiento. Así el cristiano puede decir: vivir es estar vestido de la “luz admirable” que nos trajo Jesucristo (1 Pedro 2:9).
Números 9 – 2 Timoteo 3 – Salmo 77:1-9 – Proverbios 18:6-7