Un joven rico, talentoso y además religioso, vino a interrogar a Jesús. Estos privilegios no eran suficiente para él, pues una pregunta lo atormentaba. Quizá Jesús de Nazaret, el profeta del que había oído hablar, podría ayudarle a resolverla. Entonces le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?” (Mateo 19:16).
¿Buscaba certezas sobre la vida futura? ¿Qué condiciones exige Dios? ¿Se trataba más bien de una toma de conciencia? ¿Alguna vez tendría que rendir cuentas al Dios creador, de quien dependía para el uso de sus bienes y su vida?
Jesús lo miró con amor y no dudó en responderle. Sabía cuál era su verdadero problema y le puso el dedo en la llaga, pidiéndole que vendiese todo lo que tenía y lo diese a los pobres.
Este joven se fue triste, sin respuesta, porque era esclavo de las riquezas. En realidad, no era él quien las poseía, sino que eran las riquezas las que lo poseían. En efecto, no es posible servir a dos señores, a Dios y a las riquezas (Mateo 6:24). Este joven no tenía ninguna fuerza para invertir su escala de valores, a menos que reconociese el amor de Jesús y la verdad de su mensaje. Sus muchas posesiones se apoderaron de su corazón sin que él se diese cuenta, y lo que Jesús le pedía debía hacerle tomar conciencia de ello. Este encuentro, ¿produciría en él un resultado positivo?
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:15).
“Si puse en el oro mi esperanza… esto también sería maldad juzgada; porque habría negado al Dios soberano” (Job 31:24, 28).
1 Crónicas 4 – Lucas 8:26-56 – Salmo 86:14-17 – Proverbios 19:28-29