Durante un estudio bíblico con un grupo de jóvenes, dejé mi reloj encima de la mesa. Cuando llegué a casa, ¡no tenía el reloj! Al día siguiente, cuando vi a los jóvenes, les pregunté si lo habían encontrado. No hubo respuesta, pero sí un gran silencio… Saqué mi Biblia de mi bolso y… ¡ahí estaba mi reloj, entre dos páginas! “Disculpen, ya lo tengo”. El ambiente se relajó; con humor y una gran sonrisa, una joven me dijo desde su silla: “¡Siempre hay que abrir primero nuestra Biblia!”.
Esta anécdota puede ayudarnos a reflexionar de forma útil. ¿Nuestra vida cotidiana está basada en la enseñanza de la Biblia? Es más, cuando algo va mal, ¿nuestro primer reflejo es recordar lo que ella nos enseña sobre ese tema? Y cuando estamos angustiados, cuando dudamos, cuando no sabemos qué hacer, ¿abrimos primero nuestra Biblia?
“Lámpara es a mis pies tu palabra”, escribió el autor del Salmo 119. Y, en otro versículo, “tu dicho me ha vivificado”. No se trata de leer la Biblia como un código de buena conducta, como un libro “mágico”, sino que ella es el camino para encontrar a Dios o permanecer en relación con él.
¡El creyente necesita permanentemente a Dios! Dios viene a mi encuentro, me habla. Lo hace mediante su Espíritu, que actúa en mí por medio de su Palabra. El Espíritu Santo me hace tomar conciencia de mi estado y me muestra si algo no está bien en mi vida de creyente, si hay algo que debo abandonar o que tengo que cambiar. Por otro lado, cuando estoy en un camino que agrada a Dios, me anima a perseverar.
Génesis 27 – Mateo 15:21-39 – Salmo 16:7-11 – Proverbios 4:20-27