Desde la desobediencia inicial de nuestro ancestro Adán, como seres responsables tenemos esta facultad indispensable llamada conciencia. Podemos compararla a un instrumento de medida que detecta si un pensamiento, una palabra o una acción es buena o mala, honesta o deshonesta, justa o falsa, etc. En resumen, ella distingue entre el bien y el mal.
Se sabe que todo instrumento de medida puede perder su sensibilidad. Puede deteriorarse y dar falsas indicaciones. Esto también sucede fácilmente con nuestra conciencia. Este delicado instrumento se desajusta progresivamente debido al contacto con el mal, pierde su sensibilidad, se endurece. Además, si nos acostumbramos a no escuchar nuestra conciencia, se vuelve como un organismo enfermo que se habitúa a dosis de medicamento cada vez más fuertes y que deja de reaccionar. ¡Es una situación de las más peligrosas!
Un velocímetro distorsionado no puede evitar que el automovilista tenga que pagar una multa debido a un exceso de velocidad. Si el mío marca 50 km/hora mientras paso por un pueblo, pero el radar de la policía grabó 70, tendré que pagar la multa.
Como la conciencia es debilitada a causa del mal que tolero, también puede estar bien despierta cuando es afinada por la Palabra de Dios. Jesús dijo: “Tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Esta es la “norma segura” a la cual el cristiano siente continuamente la necesidad de referirse (Proverbios 22:21).
Job 18-19 – Hebreos 7:18-28 – Salmo 125 – Proverbios 27:21-22