“Lo ilusorio no es la impresión de ser libre, sino la misma libertad”, escribió un novelista. ¡Vivamos libres! Este es el clamor de los jóvenes que esperan vivir sin obligaciones; también es el deseo de muchos adultos, quienes al mismo tiempo cierran los ojos a toda clase de adicciones que los esclavizan. Esas falsas libertades, a menudo aceptadas a expensas de lo que nuestro Creador enseña en la Biblia, nos conducen a la dependencia, a una dura esclavitud, a la corrupción moral y a veces a la decadencia: Satanás hizo su obra. Somos esclavos de él y de lo que nos venció (2 Pedro 2:19).
El hombre separado de Dios perdió la verdadera libertad. Esclavo de aquel que lo venció, por sí mismo no puede liberarse de su poder. Pero Dios, que ama a su criatura, vio nuestras cadenas y nuestro sufrimiento (Salmo 102:19-20), e intervino para liberarnos de la esclavitud del pecado, del miedo a la muerte, del mundo y de Satanás, su príncipe. Envió a su Hijo Jesucristo al mundo para destruir las obras del diablo. Para ello Jesús se hizo hombre, pero sin pecado; se humilló hasta la cruz. Allí sufrió el juicio que el pecador merecía. Entró como vencedor en la muerte, ámbito de Satanás, y luego resucitó. Él da vida, justicia, paz y libertad a los que depositan su confianza en él. La libertad del cristiano no es una ilusión. Fue adquirida a gran precio, y Dios la ofrece gratuitamente a todos los que, conscientes de su condición de esclavos, echan una mirada de fe hacia su gran libertador: Jesús, el Hijo de Dios.
Miqueas 3-4 – Lucas 4:16-44 – Salmo 83:9-18 – Proverbios 19:13-14