“Trataba de no pensar mucho en el sentido de mi vida, pues me daba miedo. Vivía como todo el mundo, siguiendo la moda. Después de todo, no era tan mala…
En el año 2003 mi familia albergó a una joven estudiante canadiense de 18 años llamada Jillian. Ella era cristiana; por primera vez conocí a alguien que vivía una relación con Dios. Nos hicimos buenas amigas, aunque nuestras conversaciones sobre la fe no me interesaban.
Un día Jillian fue al culto con una familia del pueblo. La acompañé por curiosidad. El sábado siguiente fui invitada con los jóvenes de la iglesia. Me impresionó el gozo y el cariño que había entre ellos. Me hablaron de la manera cómo Dios había cambiado sus vidas, y continué yendo a la congregación para saber si todo eso era cierto.
Empecé a leer la Biblia. Entonces comprendí que Jesús no era un personaje legendario, sino que había vivido realmente. Había muerto en la cruz por nuestros pecados, ¡era el Hijo de un Dios que existía verdaderamente!
¿Cómo podía Dios cambiar mi vida? Comprendí que no se necesitan grandes ceremonias, que bastaba orar a él. Le pedí que perdonase mi incredulidad y que entrase en mi vida. La transformación fue progresiva. Poco a poco Dios me mostraba el mal que yo hacía. Empecé realmente a detestar todo aquello, y Dios me cambió. Ahora, ¡Dios forma parte de mi vida! Puedo hablarle libremente, pues sé que siempre me escucha. Me sostiene mediante su presencia”.
Ezequiel 35:1-36:12 – 2 Tesalonicenses 2 – Salmo 42:7-11 – Proverbios 13:12-13