Ayer vimos dos referencias relativas al oído de Cristo, en su encarnación (“has abierto mis oídos”) y en su vida de comunión y oración (“despertará mañana tras mañana… mi oído”). Un tercer texto del Antiguo Testamento evoca su sufrimiento y su muerte en la cruz. Antiguamente, entre los hebreos, si un hombre era tomado como esclavo, podía dejar a su amo tras seis años de trabajo. No obstante, si su amo le había dado una esposa durante este período, no podía llevársela, debía irse solo. Pero había otra solución: “Si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre” (Éxodo 21:5-6).
En esta oreja perforada contra la madera o el poste reconocemos una alusión al sacrificio de Jesucristo. Por amor a su Dios (su amo), a su iglesia (su esposa) y a cada uno de los que hemos creído en él (sus hijos), Jesucristo no solo permitió que su oreja fuera perforada, sino que dio su vida dejándose clavar en la cruz. Hubiera podido salir “libre”, porque la perfección de su ser y de su vida lo eximían de la obligación de morir. Pero su amor fue más fuerte: su sangre fluyó para lavarnos de nuestros pecados, para liberarnos de la esclavitud e introducirnos en una relación de amor con él y con su Padre.
“Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).
Zacarías 12-13 – Apocalipsis 19:11-21 – Salmo 147:12-20 – Proverbios 30:32-33