En la grava del jardín, un gran insecto se debatía sobre su espalda, girando desesperadamente sobre sí mismo. Me acerqué y vi que era una cigarra. La tomé con cuidado, le di la vuelta y la puse en mi otra mano, y, para mi gran sorpresa, voló inmediatamente para desaparecer entre los árboles. Sin duda, el insecto había caído al suelo y era incapaz de darse la vuelta por sí mismo, pues sus grandes alas se lo impedían. Al tomarlo en mis manos le había ofrecido, sin saberlo, la posibilidad de salir de ese apuro. Acababa de arrancarla de la tierra, de la muerte, para reintroducirla en su elemento, el aire, el cielo. El grito estridente que emitió justo después me pareció una especie de agradecimiento o un himno de alabanza.
Esta pequeña experiencia me recordó la época de mi vida cuando luchaba contra las tentaciones, las dudas y todo tipo de malos pensamientos. Yo también giraba sobre mí mismo y me hacía daño de tanto luchar; era incapaz de levantarme de mi miseria. Entonces pedí a Jesús que me salvara. Él se inclinó a mí, me tomó con su poderosa mano, me rescató de la muerte espiritual perdonando mis pecados, y me introdujo en una nueva vida. Una vida eterna, que continuará en el cielo con él. ¡Ahora mi corazón canta con gratitud! ¡Mi libertador es Jesús, el Hijo de Dios!
“Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desatadle, y dejadle ir” (Juan 11:44).
1 Crónicas 9 – Lucas 11:1-28 – Salmo 89:7-14 – Proverbios 20:10-11