El rey caldeo Nabucodonosor mandó construir una enorme estatua de oro y ordenó que “al oír el son de la bocina, de la flauta… y de todo instrumento de música”, todos se postraran y adoraran “la estatua de oro… Porque si no la adorareis, en la misma hora seréis echados en medio de un horno de fuego ardiendo; ¿y qué dios será aquel que os libre de mis manos?” (Daniel 3:5-6, 15).
A pesar de las amenazas de ese cruel rey, algunos de los jóvenes deportados no obedecieron. No se inclinaron ante el ídolo que el poderoso monarca erigió. El rey les repitió la orden de postrarse ante la estatua, pero la respuesta de los tres cautivos hebreos fue magnífica: “No es necesario que te respondamos sobre este asunto… Nuestro Dios… puede librarnos del horno… y de tu mano, oh rey, nos librará”. Entonces el rey, enfurecido, hizo calentar el horno al máximo; allí fueron arrojados los tres valientes testigos, pero Dios no permitió que el fuego los tocara. Y más extraordinario todavía: un misterioso ser celestial vino a hacerles compañía en medio de las llamas.
Por supuesto, Dios podría haber evitado que sus siervos fueran arrojados al fuego, pero experimentar su presencia en la prueba era mejor que haber sido librados de ella. El Señor puede evitar que pasemos por una enfermedad, un problema, un accidente… No siempre lo hace, pero cumple su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). Todos los días, tanto los que consideramos malos como los buenos.
1 Crónicas 6:1-48 – Lucas 9:21-43 – Salmo 88:1-7 – Proverbios 20:2-3