Un hombre intentaba llegar a su casa. Su andar tambaleante delataba su estado de embriaguez. Era un conocido residente del pueblo, pero fue incapaz de encontrar su casa. Profiriendo malas palabras, dijo a un transeúnte: «Me he perdido; ¿a dónde voy?».
Este transeúnte era un cristiano que lo conocía y le respondió solemnemente: «Vas a la destrucción, al infierno». Nuestro hombre lo miró fijamente durante un momento y luego suspiró: «¡Tienes razón!».
Lo llevaron a su casa y se acostó, pero no pudo conciliar el sueño. Esas terribles palabras daban vueltas en su cabeza: destrucción, infierno… Debió admitir que esto era cierto. Varias veces repitió: «Voy al infierno». Esta terrible perspectiva despertó su conciencia y lo llevó a confesar sus pecados a Dios y a aceptar su perdón. Se convirtió al Señor, y poco a poco se fue liberando de su adicción.
En efecto, la fe en el Señor Jesucristo trae la verdadera libertad. Jesucristo no solo libera de la culpa del pecado, sino también de su esclavitud. Dios transforma al que acepta a su Hijo como Salvador. Luego le da la capacidad de resistir al mal y a sus malas inclinaciones. Dios no quiere que nos quedemos diciendo: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Él quiere darnos la victoria sobre el pecado, y que digamos con gratitud: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24-25).
Jesus dijo: “Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4:18).
1 Crónicas 1 – Lucas 7:1-23 – Salmo 85:8-13 – Proverbios 19:22-23