A menudo la Biblia relaciona la paz con la conciencia o el corazón del creyente. La paz de la conciencia está ligada a la seguridad de que Dios nos perdonó. La paz del corazón emana de la confianza en su amor y en su sabiduría. El fruto del Espíritu incluye uno y otro. Nos llena y nos da la convicción de estar donde Dios quiere que estemos, de estar cerca de él. Por ello podemos atravesar los momentos difíciles, de miedo, incluso de inseguridad, confiados y tranquilos. El cristiano recibe la paz como un regalo del Espíritu y como el resultado de una actitud activa. “Busca la paz, y síguela”.
La paz que el Espíritu Santo da nunca se encierra en sí misma, no es fría ni indiferente. El Espíritu de Dios nos abre a los demás, porque nos libera de nuestra tendencia egocéntrica natural y nos ayuda a amar.
Dios es el Dios de paz. Habla y actúa mediante la paz, para que el orden vuelva a donde hay confusión o agitación. Y nosotros podemos ayudar en este sentido: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Para ello es necesario que nuestra alma esté en paz: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
1 Reyes 16 – Marcos 15:1-20 – Salmo 60:6-12 – Proverbios 15:27-28