Era un joven peluquero e iba a mi trabajo en bicicleta. Una mañana iba demasiado rápido, tomé mal una curva y caí fuertemente. Fui llevado al hospital, a la misma habitación donde se hallaba uno de mis vecinos, un cristiano paralizado a raíz de un accidente. Mi vecino me dijo: «Fernando, lo que te falta es un Salvador personal. ¡Tienes que creer en el Señor Jesús!».
Esto me molestó, e incluso me irritó en el momento. ¡Yo estaba totalmente seguro de mí mismo y de mi importancia!
Pero Dios velaba sobre mí. Me sentí movido a abrir una Biblia que había recibido como regalo de cumpleaños. Leí: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados” (1 Juan 1:9). Además del pecado, debía confesar, sobre todo, la superficialidad de mi manera de vivir (1 Pedro 1:18). ¡El amor divino fue más fuerte! Días después me rendí y me arrodillé ante Dios llorando, confesando mi culpabilidad e invocando su perdón: ¡pasé por el nuevo nacimiento! Al recibir a Cristo como Salvador, ¡nací una segunda vez a los dieciocho años!
Algunos años más tarde Dios me mostró que quería que dejara mi trabajo para predicar su Palabra. Con las fuerzas que me da para seguir y servir a mi divino Maestro, trato de mantener siempre la mirada fija en él, mi único modelo. Jesucristo siempre ha sido fiel y lo será hasta el fin. ¡Su gracia me basta, con tal que se haga su voluntad!.
1 Reyes 7:1-22 – Marcos 9:1-29 – Salmo 55:1-7 – Proverbios 15:3-4