Poco después de su salida triunfal de Egipto, el pueblo hebreo vivió una experiencia terrible: la gloria de Dios apareció en el monte Sinaí, manifestada por medio de fuego y una voz tronante. Atemorizados por la santidad y la grandeza del Creador, los hebreos le pidieron… que no se revelara más de esta manera. ¡Y Dios lo aceptó! Anunció que la revelación pasaría por seres humanos, escogidos entre sus hermanos, a quienes Dios comunicaría sus palabras (Deuteronomio 18:15-18). Fue así como la Biblia se escribió. “Nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).
Este relato de Deuteronomio (cap. 18:15, 18), también nos anuncia la venida de Cristo, el profeta por excelencia, portador de las palabras de Dios. Jesús fue suscitado entre sus hermanos israelitas: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4:4).
Durante su vida en la tierra, Jesús enseñó en las sinagogas. Sus oyentes “se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad”, no como los maestros de la ley (Marcos 1:22).
El hombre es incapaz de acercarse a Dios en Su majestad, por lo tanto Dios se acercó a él en su gracia. Se hizo hombre en Jesucristo y nos enseña con autoridad. Desde el principio del evangelio según Marcos leemos: “Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:14-15).
Números 34 – Lucas 9:44-62 – Salmo 88:8-12 – Proverbios 20:4-5