En el libro de los Salmos encontramos toda clase de oraciones: el clamor pidiendo ayuda, la queja, la alabanza, el agradecimiento… Algunos salmos incluso asocian la oración al silencio. El Salmo 131, por ejemplo, habla de una lucha interior para lograr la paz con Dios, como un niño que crece y no puede ser más amamantado por su madre, pero permanece confiado a su lado.
¿Cómo lograr tal alivio? A veces guardamos silencio, pero por dentro luchamos fuertemente, enfrentándonos con enemigos imaginarios o batallando contra nosotros mismos. Tener el alma en paz supone un retorno a la sencillez y a la humildad: “Ni anduve en grandezas, ni en cosas demasiado sublimes para mí” (Salmo 131:1). Silenciarme es reconocer que por mí mismo no puedo deshacerme de mis preocupaciones, es dejar a Dios lo que está fuera de mi alcance y de mis capacidades.
Nuestra inquietud puede compararse a la tempestad que sacudió la barca de los discípulos en el mar de Galilea mientras Jesús dormía. Nosotros los creyentes también podemos sentirnos perdidos, angustiados, incapaces de hallar la paz, pero Jesús quiere ayudarnos. Así como calló al viento y al mar: “Cesó el viento, y se hizo grande bonanza”, también puede calmar nuestro corazón agitado por el miedo y las preocupaciones (Marcos 4:35-41). Pongamos nuestra esperanza en Dios. Cuando las palabras cesen y nuestros pensamientos se apacigüen, Dios podrá ser alabado en un silencio de gratitud y con la admiración de la fe.
Números 20 – Lucas 2:1-20 – Salmo 81:1-10 – Proverbios 19:5-6