Todos nos hemos maravillado alguna vez ante el cielo estrellado, el esplendor de un atardecer, ante una hermosa flor o la belleza de un rostro… Quizás admiremos incluso un personaje célebre, ídolos de la canción, del espectáculo, de la política…
Entonces, si conocemos algo sobre la vida de Jesucristo, ¿cómo permanecer indiferentes? Él es incomparable: Dios nuestro Creador se hizo hombre entre los hombres. Los autores de los evangelios, que lo vieron, lo escucharon y lo tocaron nos lo muestran. Cuando era niño obedeció a sus padres sin dejar de someterse a Dios (Lucas 2:49). Más tarde trabajó como carpintero (Marcos 6:3). Luego, enviado por el amor de Dios, recorrió el país sirviendo a sus contemporáneos. Con humildad y gran bondad les habló de perdón, de reconciliación, de amor, de paz. Su mensaje era gracia y verdad; denunciaba el mal, para conducir al perdón a los que se arrepentían, consolaba a los que sufrían…
Pero la grandeza de Jesús, el Hijo de Dios, nos impresiona aún más cuando, siendo odiado, rechazado, traicionado, herido, aceptó llevar en la cruz, en nuestro lugar, el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados. Dio su vida por nosotros, sus enemigos, pero tenía el poder para volverla a tomar. Jesús resucitó, venció a la muerte.
Detengámonos contemplando la vida de Jesús y su carácter único, más que admirable. Recibamos este mensaje de Aquel que nos amó hasta tal punto, y digámosle, como Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28).
Números 18 – Lucas 1:26-56 – Salmo 80:1-7 – Proverbios 19:1-2