Viajando por México, un misionero se detuvo en un pueblo para predicar el Evangelio. En la tarde, como hacía mucho calor, se sentó frente a la casa donde pasaría la noche, listo para responder las preguntas que le harían los transeúntes. Un joven se acercó, miró al misionero a la cara y le dijo : “Vengo a hablar con usted porque no creo en lo que predica”. Como respuesta, el misionero le prestó una Biblia, diciéndole : “Este libro es la Palabra de Dios. Léala. Luego, si lo desea, podremos hablar”. Muy sorprendido, el joven tomó la Biblia, se sentó a la sombra de un árbol y empezó a leer.
Al día siguiente, el misionero se despidió de sus nuevos amigos. El joven también estaba allí y quiso acompañarlo una parte del camino. Al llegar al siguiente pueblo, le devolvió la Biblia y le dijo : “Es un libro interesante. No tengo preguntas para hacerle sobre lo que he leído”. “Me alegra, dijo el misionero. La Palabra de Dios debe ser creída y no debatida. Siga estudiándola y hallará la vida eterna”. Y le regaló aquella Biblia.
Veinte años después, el misionero volvió al mismo pueblo y reconoció al joven. Este pudo contar, gozoso, ante todos cómo había sido llevado al arrepentimiento y a la fe en el Señor Jesús mediante la lectura de la Palabra de Dios. La Biblia se había convertido en su mayor tesoro. Ya no deseaba debatir sobre su enseñanza, ¡pues la vivía !
“Fíate del Señor de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia” (Proverbios 3 : 5).
Deuteronomio 27 - Juan 17 - Salmo 119 : 105-112 - Proverbios 26 : 21-22