La ley dada a Moisés para el pueblo de Israel incluía mandamientos relacionados con la vida social y familiar. He aquí, entre otros, lo que Dios le ordenaba a un amo con respecto a su siervo:
“Estas son las leyes que les propondrás. Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lesna, y será su siervo para siempre” (Éxodo 21:1-6).
Detrás de la imagen del siervo hebreo reconocemos al Señor Jesús. Fue el único Hombre obediente que cumplió perfectamente la ley: amaba a su Dios. Como Siervo perfecto, hubiese podido salir libre, es decir, subir al cielo sin pasar por la muerte, pero entonces estaría solo. No habría tenido la compañía de una esposa, la Iglesia, conjunto de todos los verdaderos creyentes. Por lo tanto se dejó clavar en la cruz por amor: él pagó el precio. Dios cargó sobre él los pecados de todos los que creen.
1500 años antes de la venida de Jesús a la tierra, ese texto de Éxodo 21 nos remite a lo que Cristo hizo por la Iglesia.
Génesis 49 – Mateo 28 – Salmo 22:22-24 – Proverbios 9:10-12