Los computadores de los principales centros financieros del mundo están programados para dar órdenes de venta tan pronto como los valores caigan por debajo de un determinado umbral. En principio, esto se hace para evitar pérdidas excesivas. Sin embargo, el 17 de octubre de 1987 el sistema colapsó, y como una reacción en cadena, miles de millones de dólares se esfumaron en pocas horas. Las consecuencias de este incidente fueron desastrosas para millones de personas de todas las clases sociales.
“Vuestro oro y plata están enmohecidos” (Santiago 5:3), dice el apóstol Santiago, refiriéndose a los bienes terrenales. Por supuesto, Santiago utiliza un lenguaje metafórico, pues sabemos que los metales preciosos son inmunes al óxido. Pero esta imagen coincide sorprendentemente con una devaluación monetaria o con un suceso como el ocurrido aquel 17 de octubre.
Las riquezas que Dios da a sus hijos son inmunes a este tipo de sorpresas, porque son de una naturaleza diferente. Nada puede devaluarlas. El inestimable privilegio de ser hijos de Dios por medio de la fe en Jesucristo nos hace sus “coherederos” (Romanos 8:17), participantes con él de las verdaderas riquezas que solo él puede darnos, especialmente la paz y el gozo (Romanos 14:17). El creyente está llamado a conocer y a apreciar desde ahora, en la tierra, lo que el apóstol Pablo denomina “las abundantes riquezas de su gracia” (Efesios 2:7).
¿Posee usted la verdadera riqueza?
2 Crónicas 32:1-19 – 2 Corintios 5 – Salmo 106:1-5 – Proverbios 23:15-16