«En mi infancia tuve una instrucción cristiana. Aparentaba ser un cristiano, incluso a los ojos de los creyentes. No me daba pena decir a mis amigos que yo era un cristiano evangélico; sin embargo, estaba perdido, lejos de Dios. A menudo, en la noche, tenía pesadillas que me aterrorizaban. La eternidad sin Dios me asustaba, porque yo sabía que era un pecador ante él y que él no llevaría pecadores al cielo. Con frecuencia reflexionaba sobre el sentido de la vida y llegaba a la conclusión de que yo llevaba una vida inútil. Y me decía: “¿De qué sirve esta vida? No tiene sentido porque todo pasa”. Nunca había tomado una decisión firme en mi corazón, pero la necesidad de creer en Cristo crecía en mí.
Y fue así como una tarde, después de haber escuchado una vez más la invitación a aceptar a Jesucristo como mi Salvador personal, convencido de ser un pecador, me arrepentí de mis pecados y creí en Cristo. Reconocí mis pecados y pedí perdón a Dios, rogándole que hiciera de mí su hijo. El orgullo que durante años me había impedido arrepentirme de mis pecados y humillarme delante de Dios fue vencido con su ayuda. Al instante sentí que un peso era quitado de mis espaldas; el gozo y la paz llenaron mi corazón; gustaba la bondad de Dios. A partir de ese momento estuve seguro de ser salvo.
Así comenzó mi vida en Cristo. El Señor estaba conmigo, fortaleciéndome en la fe».
Jeremías 50:1-20 – 2 Corintios 8 – Salmo 106:19-23 – Proverbios 23:22