La pequeña Mélodie estaba de vacaciones en casa de su tía, quien era cristiana. Ella contó a la niña varios episodios de la vida de Jesús en la tierra y su muerte en una cruz. La niña escuchó con atención. Pero era hora de ir a la cama. La mañana siguiente, instaladas en la mesa para desayunar, la tía propuso: “Mélodie, vamos a dar gracias al Señor antes de comer”. Pero la niña exclamó: “¡No, tía, ayer tú me contaste que él está muerto!”.
Sorprendida al comienzo, la tía se dio cuenta de que, en efecto, faltaba lo esencial del relato. Y muy rápido continuó: “Sí, Mélodie, ayer te conté que Jesús murió en una cruz, un viernes. Pero el domingo en la mañana él resucitó, es decir, volvió a vivir. Sus discípulos lo vieron, él les habló, les mostró sus manos, sus pies, donde todavía se veía la marca de los clavos. Incluso les permitió tocarlo. Ellos necesitaban estar seguros de que no era un espíritu, sino él, en un cuerpo de carne y hueso (Lucas 24:36-39). ¡Él murió, pero resucitó y hoy está vivo! Está en el cielo sentado sobre un trono”.
Sí, la realidad de la resurrección es un hecho capital, sin el cual la fe cristiana no tendría ningún valor. Como el apóstol Pablo dijo: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos” (1 Corintios 15:19-20).
¡Los cristianos no tienen un Salvador muerto, sino un Salvador vivo que subió al cielo!
“Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios… Cristo… murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Romanos 8:34; 14:9).
Amós 1-2 – Tito 1 – Salmo 108:7-13 – Proverbios 24:11-12