Dios encomendó a Moisés la tarea de conducir su pueblo fuera de Egipto, hasta el país que había prometido darle. Liberado de la esclavitud, el pueblo atravesó el mar Rojo; ahora el desierto estaba delante de ellos…
Eran muy numerosos (600 000 hombres, sin contar las mujeres y los niños), siempre listos para quejarse. El maná, ese alimento que Dios les enviaba del cielo cada día, ya no los satisfacía, ¡y llegaron a añorar el tiempo en que eran esclavos! En un momento de desaliento Moisés dirigió a Dios palabras amargas, y concluyó diciendo: “Te ruego que me des muerte”.
Dios no le hizo ningún reproche; comprendió su tristeza y aligeró su carga designando 70 hombres para ayudarle. Pero no respondió la petición excesiva de su siervo desanimado. Había previsto para Moisés un fin mucho mejor. Llegado el momento, le haría contemplar en su compañía toda la extensión del país prometido desde la cima de una montaña. Luego lo llevaría al cielo, y tendría cuidado de enterrar él mismo su cuerpo (Deuteronomio 34).
¿Nos sentimos como Moisés? Tenemos la impresión de que ya no podemos hacer frente a la carga de trabajo demasiado pesada, a las dificultades familiares, a los problemas con nuestros hermanos en la fe… Como Moisés, estamos al límite de nuestras fuerzas. No desmayemos; nuestro Dios “es muy misericordioso y compasivo” (Santiago 5:11), y quiere ayudarnos a llevar las cargas que nos agobian.
Amós 3-4 – Tito 2 – Salmo 109:1-5 – Proverbios 24:13-14