“Recuerdo a una joven que se opuso firmemente a mí diciéndome que ella no quería ser salva. Era joven y quería gozar la vida. No pensaba renunciar a sus placeres para volverse seria y juiciosa, porque, según ella, perdería su alegría. No tenía ninguna intención de abandonar sus pecados, ningún deseo de ser salva. Sin embargo, conocía el Evangelio, porque había sido criada en una escuela de misioneros. Durante largo rato dio libre curso a su amargura; luego le dije:
– ¿Podemos orar?
– ¿Por qué oraría yo? Respondió con desprecio.
– No puedo orar en su lugar, pero oraré primero, y luego usted podrá repetir al Señor todo lo que acaba de decirme.
– No soy capaz, dijo un poco desconcertada.
– Sí, sí puede, le respondí. ¿No sabe usted que él es Amigo de los pecadores? (Mateo 11:19).
Esto la tocó. Hizo una oración imprecisa, pero a partir de ese momento el Señor trabajó en su corazón; al cabo de algunos días ella sabía que era salva”.
Jeremías 26 – 1 Corintios 1 – Salmo 98:4-9 – Proverbios 21:31