La “escarlata” es considerada por los que han estudiado cuidadosamente la Escritura como el símbolo o expresión del esplendor de este mundo, de la gloria humana. Vemos, pues, en aquellas cenizas, residuo de la incineración de la vaca, el fin de toda grandeza mundana, de toda gloria humana, y la completa anulación de la carne y todo cuanto le pertenece. Esto hace que el acto de la cremación de la vaca sea profundamente significativo; expone una verdad poco conocida y muy fácilmente olvidada, verdad que el apóstol proclama en estas palabras memorables: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gá. 6:14).
Si bien aceptamos la cruz como base de la liberación de todas las consecuencias de nuestros pecados y de nuestra plena aceptación por Dios, somos propensos a rechazarla como base de nuestra completa separación del mundo. No obstante, la cruz nos ha separado definitivamente de todo cuanto pertenece al mundo que atravesamos.
¿Están abolidos nuestros pecados? Sí, ¡bendito sea el Dios de toda gracia! ¿Gracias a qué? Al perfecto sacrificio expiatorio de Cristo según lo aprecia Dios mismo. Y precisamente en igual medida encontramos en la cruz la liberación del presente siglo malo, de sus maneras de obrar, de sus máximas, de sus costumbres y principios. El creyente no tiene nada en común con esta tierra desde el momento en que es consciente del significado y del poder de la cruz del Señor Jesucristo. Esta cruz ha hecho de él un peregrino y un extranjero en este mundo. Todo corazón consagrado ve la profunda sombra de la cruz proyectada sobre el brillo, las vanidades y la pompa de este mundo. Esta visión hacía que Pablo estimara como basura el mundo, sus más altas dignidades, sus formas atrayentes y sus brillantes glorias.