Al igual que el arca y el altar de incienso, la mesa de oro también tenía anillos de oro cerca del borde. Estaban allí para poner las varas de madera de acacia cubiertas de oro, y llevar la mesa a través del desierto. ¿No sugiere esto que, a pesar de la santidad de la mesa de Dios, su pueblo no estaba excluido del disfrute de comunión con él, incluso en medio de las dificultades del desierto? Dondequiera que Dios los llevara, su mesa estaría con ellos, porque solo la impureza excluye de la comunión, no las pruebas. Nuestro Señor Jesús ya ha recorrido todos los caminos por los que los santos del Señor puedan tener que pasar, y es a él a quien la mesa representa.

La mesa representa la provisión de Dios: la Persona de Cristo y la comunión que él tiene con su pueblo. El hombre nunca podría proporcionar a Dios lo que él verdaderamente anhela. Sería como la ofrenda de Caín, simplemente el fruto de la tierra maldita debido al pecado. Pero Cristo ha preparado una mesa donde Dios encuentra todo lo que es perfecto para su santidad. Por la obra redentora de nuestro Señor Jesús, todos los que creen en él tienen un lugar en la Mesa de Dios y son bienvenidos a compartir sus bendiciones y deleites en Cristo. Esto es un asombroso acto de gracia: “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1:3).

Cuando consideramos esta comunión y vemos la división en la cristiandad y nos preguntamos cuál es la causa, debemos reconocer que Cristo no ha sido ni es el único objeto del alma. Esto permite que haya una mera profesión de fe y una comunión más importante con el mundo que con Dios. Que nuestro Señor y Salvador sea el verdadero objeto de nuestras almas, tanto para usted como para mí, de modo que el resultado sea una comunión práctica y real en torno a su bendita Persona.