Un periódico semanal entrevista regularmente a personajes conocidos, y a menudo hace esta pregunta: «Para usted, ¿quién es Jesús?». Las respuestas son variadas, y a veces groseras: «El mensajero universal del amor, un revolucionario, mi amigo más fiel, la encarnación, lo divino en mí…».
Cuando estuvo en la tierra, Jesús mismo preguntó a los que estaban con él: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16:15). Las respuestas también fueron muy diversas: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas. Solo una respuesta recibió la aprobación de Jesús, la de Simón Pedro, quien reconoció su grandeza: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Pedro había recibido la revelación de Dios de que Jesús, quien era un hombre entre los hombres en este mundo, en realidad era mucho más que eso. Era Dios mismo, el Hijo de Dios hecho hombre, quien había venido “para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).
Durante su vida en la tierra Jesús demostró sus perfecciones morales. Él era santo, “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22). Su perfección como verdadero hombre, y su divinidad, le permitieron hacer la obra que quita los pecados de los que creen en él. En la cruz hizo la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo (Hebreos 1:3).
El creyente puede decir con gratitud: «Jesús es mi Salvador, mi Señor; me acompaña ahora en la tierra, y pronto estaré con él en el cielo».
2 Crónicas 24 – 1 Corintios 14:20-40 – Salmo 104:14-18 – Proverbios 22:28