Jesús estaba lleno de bondad y, a la vez, de una fidelidad perfecta a Dios. No halagaba a nadie, no huía cuando era necesario hablar severamente o hacer un reproche. Nunca atenuaba la verdad para adaptarla a la moda reinante o para evitar reacciones fuertes. Su pensamiento no iba más allá de su palabra (Salmo 17:3). Lo que decía y hacía estaba en perfecta armonía.
La fidelidad de Jesús reflejaba su amor a Dios y al hombre. Jesús no trataba de agradar a los demás o de ser popular, pues solo le importaba la aprobación de su Padre:
– Cuando vio el comercio que se realizaba en el templo, la casa de su Padre, volcó las mesas de los vendedores. Lleno de celo, consideró el honor a Dios más importante que todo lo demás (Marcos 11:15-17).
– Denunció enérgicamente la hipocresía y la mentira de los jefes religiosos, y por ello lo criticaron (Mateo 23).
– Cuando Pedro quiso convencerlo para que no fuese a la cruz, le respondió severamente, pues su muerte era indispensable para la gloria de Dios y para la salvación de los hombres (Mateo 16:21-23).
– Cuando hizo reproches a sus discípulos, lo hizo para estimular su débil fe y para enseñarles que siempre podían contar con él.
Por último, los hombres crucificaron a ese fiel testigo que les molestaba, pero Dios lo resucitó y lo glorificó.
2 Samuel 19:1-23 – Hechos 8:26-40 – Salmo 27:1-4 – Proverbios 10:19