Dios hizo dos veces esta pregunta al profeta Jonás, quien estaba enojado porque Dios había perdonado a los habitantes de Nínive, cuando él acababa de anunciar su juicio. Se sentía desprestigiado. Finalmente, Jonás respondió a Dios: “Mucho me enojo, hasta la muerte” (Jonás 4:9). Nos identificamos fácilmente con Jonás. A menudo nuestro amor propio no controlado nos hace ceder a la ira.
Notemos que la ira no es necesariamente mala, de otra manera el apóstol no diría: “Airaos, pero no pequéis”. Jesús mismo miró con enojo a los religiosos que lo espiaban para ver si se atrevía a sanar a un enfermo el día de reposo, el sábado; y la Palabra nos dice que se entristeció al ver la dureza de sus corazones (Marcos 3:5-6). Nosotros tampoco podemos ser indiferentes ante un menosprecio a los derechos de Dios.
Sin embargo, Dios nos exhorta a no dejarnos dominar por la ira. Esta es condenada cuando es el resultado de nuestra naturaleza pecadora: susceptibilidad, orgullo, pretensión. Primero no es más que una emoción, pero si le doy libre curso, se convierte en un pecado.
El creyente tiene el recurso de la oración, cuando siente que la ira crece en él. Si se vuelve a Dios en oración, incluso sin palabras, él le dará la paz. Oremos también para que Dios nos revele las verdaderas razones de nuestras iras. Solo él puede darnos la sabiduría para detenerlas mediante una actitud de perdón, de humildad y de verdad. Nuestro entorno sabrá reconocerlo, y el Señor será honrado.
Jeremías 18 – Lucas 21:1-24 – Salmo 94:8-15 – Proverbios 21:13-14