Ayer vimos cómo el amor de Dios confiere un valor inestimable a todo el que cree. Debido a este amor de Dios, no debemos temer a la opinión de los demás. Tampoco debemos desesperarnos a causa de nuestros fracasos; podemos levantarnos y volver a empezar, porque Dios es fiel. Como Dios nos amó primero, no es necesario tratar de ganar su amor por medio de acciones religiosas o buenas obras. ¡Tenemos una salvación gratuita, solo por gracia!
Como consecuencia, cuando recibimos este amor inmerecido, él nos conduce a amar también: amamos a Dios y a nuestro prójimo, porque Dios nos amó primero (1 Juan 4:19).
Así la gracia de Dios nos anima y nos da una nueva vida. Gracias a ella podemos superar nuestros miedos y experimentar la verdadera libertad, ser libres de la obsesión por demostrar lo que valemos, de la angustia por no estar a la altura, de esa competencia que nos obliga sin cesar a superarnos… ¡Creer en Dios es dejarse invadir por la acción de la gracia!
Y también, como sabemos que somos amados, podemos agradecer y alabar a Dios por su gracia derramada en nosotros, en especial cuando celebramos el culto. Evidentemente, nunca devolveremos en la medida en que hemos recibido, pero cada vez estaremos más agradecidos con Dios quien nos conduce y nos acompaña en el camino de la vida.
“A aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios… sea gloria y majestad” (Judas v. 24-25).
Ezequiel 30 – 1 Tesalonicenses 1 – Salmo 40:1-5 – Proverbios 13:2-3