«Nací en una familia budista en Tailandia. Mi abuelo me había inculcado una buena base y un buen ejemplo del budismo teórico y práctico. A los 13 años, por primera vez vi un crucifijo en un catálogo de joyas. Esta figura de sufrimiento me atrajo, me intrigó e incluso me asustó. ¿Quién era aquel hombre crucificado? Un profesor, que no era cristiano, me habló de un tal Jesús… Una tarde mi familia vio un programa en la televisión y me dio justo el tiempo de oír: “¿Sabe por qué Jesús vino a nacer en un establo? Porque el mundo no tenía lugar para él. ¿Y usted, tiene un lugar para él?”. Para mí estaba claro: era un llamado, ¡y respondí!
Sin embargo, durante años estuve perdida entre la Biblia y el budismo. Recitaba una oración cristiana antes de acostarme, esperando que esto me trajese protección y bendición. Aún no entendía nada del nuevo nacimiento, es decir, de la conversión por la que “el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). El Señor, que es bueno, fue paciente durante todo este tiempo. Poco a poco me mostraba quién era, gracias a la Biblia. Mi atracción por Cristo empezaba a madurar para dar lugar al amor y a la adoración. Fui bautizada a los 17 años; mi actitud y mi estilo de vida cambiaron: entre otras cosas dejé la compañía de los aficionados de un grupo musical, que estaban esclavizados a las drogas. A mí, que no era más que una persona miserable e insignificante, el amor de Jesús, inimaginable, me hizo una hija de Dios».
Job 35-36 – Colosenses 2 – Salmo 135:8-14 – Proverbios 28:23-24