“Pasé mi juventud en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Allí leí muchos libros opuestos a la fe cristiana. Pero un día me hice esta pregunta: Si Dios no existe, ¿por qué se hacen tantos esfuerzos para resistirle?
En nuestra sociedad comunista todo el sistema, escuelas, medios de comunicación, ciencias y artes, luchaba contra la fe cristiana. ¿Cómo podían los cristianos conservar su fe y su paz, aunque hubiesen sido desterrados de la sociedad? El ejemplo de mis padres me seguía: ellos eran cristianos comprometidos.
Un día decidí acompañarlos a una reunión cristiana. Oyendo a esos cristianos dirigirse a Dios me hice la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos orar a alguien que no vemos? Eso me parecía absurdo. Pero la pregunta me perseguía.
Seis meses más tarde volví a escuchar a un predicador cristiano, y el Evangelio tocó mi corazón. Entonces unos argumentos que me inducían a no aceptar la salvación empezaron a atormentarme, por ejemplo: si entras en eso tendrás que renunciar a todo, perderás a tus amigos. Tus estudios y tus proyectos del futuro se desvanecerán. Sin embargo, me arrodillé y empecé a llorar, no debido a lo que iba a perder, sino por la convicción que acababa de recibir, de que Dios me amaba. Oré a él pidiéndole que perdonara mi incredulidad, y Dios me respondió. Me dio el perdón y la paz. Desde ese día la existencia de Dios dejó de ser una suposición y pasó a ser una certeza, también supe que Jesús era mi Salvador y mi Señor”.
Ezequiel 23:1-27 – Hechos 28:1-16 – Salmo 37:23-29 – Proverbios 12:15-16