Caín construyó la primera ciudad de la tierra y la nombró “Enoc” en honor a su hijo. Años después del diluvio, Nimrod salió de Babel y fundó un imperio de varias ciudades. Varios cientos de años más tarde, Dios llamó a Abraham para que dejara su ciudad, Ur de los Caldeos, y se trasladara a donde él lo condujera. Por la fe, Abraham obedeció a Dios.
Ur era una ciudad hermosa y muy culta, pero estaba completamente entregada a la idolatría. Allí vivía Abraham cuando el Dios de gloria lo llamó para ir a una tierra que le iba a mostrar. Después de detenerse en Harán por un tiempo (hasta la muerte de su padre), Abraham siguió su camino, como un extranjero y peregrino, morando en tiendas como si estuviera en un país extranjero. Dios le había prometido que le daría esa tierra. Sin embargo, aunque tenía muchas posesiones y 318 siervos entrenados, que habían derrotado al ejército unificado de cuatro reyes, Abraham no realizó ningún movimiento para conquistar la tierra o construir una ciudad en ella. La única tierra que poseía era el campo y la cueva que compró para enterrar a su esposa cuando esta murió.
En la Epístola a los Hebreos, Dios nos dice lo que hizo que la vida de Abraham fuera tan diferente a la del resto de sus contemporáneos (¡y Dios quiere lo mismo para nosotros!). Él buscaba una patria mejor, una patria celestial, una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios. Se ganó el profundo respeto de las personas que lo rodeaban, entre quienes vivía en separación. Ellos le llamaban “un príncipe de Dios entre nosotros” (Gn. 23:6). Dios lo apreciaba a él y a su forma de vida. Lo visitó, compartió sus planes con él y más tarde se refirió a él como su “amigo” (Is. 41:8). ¡Qué ejemplo es Abraham para nosotros!