Una cristiana contó: Yo estaba hospitalizada debido a unos problemas de salud. Una pared móvil separaba mi cama de la de una joven paciente que tenía un mal incurable. Su médico había renunciado a todo tratamiento curativo y, como ella sufría demasiado, le administraban fuertes dosis de calmantes. Un día, mientras ella respondía al teléfono, la escuché decir a su interlocutor: “Esto no mejorará. Quiero regresar a casa. Me gustaría morir en la casa”.
Estas palabras me impactaron. Ella iba a morir y lo sabía. ¿Estaba preparada para encontrar a Dios? Pedí al Señor que me diera las palabras para hablar a su corazón. Me acerqué a su cama y le hablé de Jesús, de su sacrificio en la cruz para darnos la vida eterna. Le repetí las palabras que Jesús dijo a Nicodemo y por las cuales muchas personas han sido conducidas a la fe: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Ella me miró y, sonriendo, me dijo: “Yo también soy creyente”. Al otro día partió para “morir en su casa”, y cuando le dije adiós, ella me mostró el cielo y me dijo: “Sí, adiós; nos volveremos a ver allá arriba”.
“Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (1 Tesalonicenses 4:13-14).
Josué 1 – Hebreos 4 – Salmo 121 – Proverbios 27:13-14