Un famoso escultor en Sri Lanka fue escogido para crear una de las más grandes estatuas de Buda de toda Asia. Recibir semejante misión fue para él un verdadero honor. Sin embargo, durante los años que trabajó en su obra maestra, la angustia no lo dejaba en paz. Él cuenta:
“Comprendí que esta estatua, a la cual daba forma, jamás podría satisfacer mis aspiraciones más profundas, ni dar respuesta a mis preguntas. Siempre sería un ídolo inerte, hecho por mis propias manos…”.
Entonces el escultor comenzó una búsqueda espiritual en todas las direcciones, la cual fue desalentadora y estéril hasta el día en que un cristiano lo visitó. He aquí lo que él dice:
“Recibí la visita de un joven sonriente que me ofreció un tratado evangélico. Leyéndolo comprendí que Jesucristo era el enviado de Dios para salvarme, que él quería llenar mi vida de su gracia y de su paz. Ahora soy feliz de proclamar mi profundo gozo de tenerlo como Salvador y Señor”.
¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿En los ídolos del mundo: celebridades, construcciones materiales o ideologías intelectuales… ? Estos dioses siempre terminan decepcionando. Solo el Dios viviente puede colmar las necesidades del alma. La Biblia nos advierte: “El carpintero… corta cedros… Parte del leño quema en el fuego; con parte de él… prepara un asado… y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora, y le ruega diciendo: Líbrame, porque mi dios eres tú. No saben ni entienden…” (Isaías 44:13-14, 16-18).
Deuteronomio 11 – Juan 7:1-31 – Salmo 118:10-14 – Proverbios 25:16-17