«Criado por una madre cristiana, me había distanciado de ella en todo el sentido de la palabra, pues me había ido a hacer mi servicio militar en Nueva Caledonia.
Cierto día, un oficial me llamó y me ordenó ir a reparar un auto bastante lejos en la sabana. Me instalé al lado del chofer en el camión de reparación, y emprendimos el viaje. De repente el vehículo se salió de la carretera, rodó unos 15 metros y se detuvo después de varias volteretas. Yo quedé en una zanja, cubierto de sangre, con una herida de 12 centímetros en la cabeza y dos fracturas abiertas en el brazo derecho. Mi angustia era indescriptible; todo esto sucedió a 180 kilómetros del hospital más cercano.
Entonces me acordé de algo que había aprendido: ¡Dios puede salvar perfectamente al que se acerca a él por medio de Jesucristo! En mi caso necesitaba una doble salvación: la de mi vida espiritual y la de mi vida física. Un clamor salió de mi corazón: ¡Señor, si me salvas, te doy mi vida!
Dios escuchó mi oración y me salvó: físicamente al permitir que recibiera atención oportuna, y espiritualmente porque creí en el sacrificio de Jesucristo por mis pecados. Hoy soy feliz de poder hablar del amor de Dios a los que me rodean.
No espere ser detenido por un accidente. “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:7-8)».
Deuteronomio 10 – Juan 6:41-71 – Salmo 118:5-9 – Proverbios 25:14-15