Job era un hombre rico e íntegro. Era “perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). Pero Dios permitió que pasara por pruebas muy terribles. En un día perdió todos sus bienes y a sus diez hijos. Luego fue herido con una sarna maligna que lo carcomía de pies a cabeza. Durante todo ese tiempo Job no se rebeló contra Dios, incluso cuando su mujer lo incitó a hacerlo. Pero el dolor lo agobiaba, sus amigos trataban de ayudarlo, sin éxito, ¡y finalmente se derrumbó! Salió de su silencio, maldijo el día de su nacimiento y deseó morir. Muchos “por qué” se escaparon de sus labios…
¿Dios es injusto? ¿Permitía esas pruebas sin tener un objetivo? No, él amaba a Job y quería enseñarle una lección importante. Después de largas luchas internas, Job comprendió la distancia que había entre la majestad de Dios y su propia persona. Al fin exclamó: “Ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento” (Job 42:5-6). Cuando aprendió la lección, Job fue sanado y Dios lo bendijo abundantemente.
Cristianos, cuando nuestra vida transcurre sin contratiempos, corremos el riesgo de pensar que Dios nos bendice debido a nuestros méritos. Por medio de las dificultades, Dios nos obliga a reflexionar sobre nuestra vida, para hacernos descubrir todo lo que, en nuestro corazón, no está acorde con él. Pero él también nos muestra la grandeza de su gloria y de su gracia. Esto es doloroso, pero estemos seguros de que él siempre quiere hacernos bien al final (Santiago 5:11).
Deuteronomio 9 – Juan 6:22-40 – Salmo 118:1-4 – Proverbios 25:12-13